Recetas heredadas

Las mejores recetas: las que evocan recuerdos de tiempos increíbles.

¡Si sólo pudieran verlo en mi mente! Los días en la casa de mis abuelos eran fantásticos. Cada año, alrededor de mediados de diciembre mis padres nos llevaban a mi hermana y a mí y no volvíamos hasta el inicio de clases, los primeros días de marzo. Pongan voluntad e imaginen una granja en el litoral argentino, llena de los árboles más hermosos: higueras, mandarinos, eucaliptus, moreras. Miles, de verdad. Una laguna con un sauce llorón tocando el agua, patos, garzas, y muchas vacas abrevando.

La casa era blanca, pintada a la cal, dividida en dos alas separadas por una galería llena de plantas. La cocina quedaba separada del ala de las habitaciones por lo que la casa siempre tenía un olor rico particular... fresco y dulce, entre flores y jabón. Las aberturas de madera estaban pintadas en ese verde esmeralda inolvidable, seguro ustedes también lo conocen. Ese mismo verde con el que pintábamos los bancos que se escondían entre los rosales del jardín. Las ventanas tenían postigos, para protegernos de las temperamentales tormentas de verano a puro trueno y relámpago. Con cada frase que escribo quiero contar algo más, pero esto duraría para siempre. Una sola cosa: un verano cayó granizo del tamaño de una ciruela. El ruido sobre las chapas era ensordecedor y pasó tan rápido que varios proyectiles alcanzaron lo vidrios.

Como era en medio del campo, todo era un gran jardín. Pero el jardín verdadero, el de la casa, era un patio techado con una Santa Rita que creció sobre un palo borracho viejo. Debajo, sillas materas de madera y tiento que hizo el abuelo, y mirando un poquito hacia el costado, la huerta. ¿Se dan cuenta? No podía ser más perfecto. Mi abuela tenía la mano más verde del mundo y podía hacer crecer cualquier gajo que recibía de regalo de sus vecinas. Yo era chica pero ya me parecía impactante que todas sus plantas tenían nombres muy poéticos: Corona de Cristo, Rosario de dama, Nomeolvides. No te olvido.

Mi abuela cocinaba como los dioses. Había sido cocinera toda su vida, en el hospital en sus comienzos y como independiente después. Era la cocinera oficial de los casamientos del pueblo y de otras colonias cercanas así que podía cocinar para dos o para cien con la misma facilidad. En realidad, creo que le sentaba mejor cocinar para muchos, costumbre que le había quedado de criar a sus 12 hijos y la montaña de nietos que tenía. Hay dos cosas que hoy sé que son primordiales en la cocina y que aprendí de mi abuela y mi mamá: que la verdadera cocina, la de la casa, parte de los ingredientes y no de la receta; y que el corazón del plato, la sazón, no se aprende, se siente.

 

Chequeen mis ballerinas rojas de charol...

¿Qué nos preparaba para comer? Nada de veganismo, ni cosas raras. La norma era que se cocinaba al mediodía y a la noche se armaba algo liviano con las sobras. El almuerzo a las 12, la cena a las 20, costumbre que mantenemos en casa hoy en día. Las aves de corral eran lo más accesible, porque las faenaba mi abuela en el momento: gallina, pato, ganso, pavo. Cerdo, con cierta frecuencia. Vaca, más esporádicamente, cuando nosotros o los vecinos carneábamos. Ustedes piensen que no había electricidad y la heladera funcionaba con querosene. Muchas cosas serían un desafío hoy en día. Las verduras que comíamos eran necesariamente las que se cosechaban en casa, jamás se compraba. Todos los productos eran de estación, salvo las papas, batatas y cebollas que se guardaban en un galponcito muy fresco y oscuro y duraban todo el año.

Tengo que decir que me duele un poco el pecho al recordar esos tiempos... cómo todo se esfuma... De todos modos, el calor de los recuerdos y la enorme gratitud calman la nostalgia y me inspiran.

Uh... esto se prolongó demasiado. Lean esto por ahora y mañana, el resto. Receta incluida.